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La violencia sexual como arma de guerra

Expuso Urvashi Butalia, en el Encuentro Internacional Feminista celebrado en Madrid en febrero de este año, sus vivencias sobre cómo, durante el año 2013, se utilizó en India la violencia sexual “para dar un mensaje al resto de la población sobre quien es el que manda”. El modus operandi, relata, era enviar a las niñas violadas de vuelta a sus pueblos, para atemorizar o forzar los desplazamientos de poblaciones, medidas que resultaban efectivas a la luz de la atrocidad de los actos cometidos, siendo la escritora y activista un espacio de escucha y reparación (dentro de lo que cabe) de esas niñas y familias.

Además de la violación, existen otras manifestaciones de violencia sexual como arma de guerra, como es la esclavitud sexual, la prostitución forzada, embarazos, esterilización y abortos forzados, la mutilación y violencia dirigida contra los genitales, trata de personas con fines de explotación sexual y todos los demás actos de violencia sexual de gravedad comparable, inclusive presencia forzosa de violación a otras mujeres, incluyendo madres hijas o vecinas. En otros casos, las niñas son secuestradas y tomadas como bush wives, lo que consiste en una convivencia forzada con los grupos armados, así como el paso a violaciones sistemáticas y grupales. Luego, ocurre que al retorno de las niñas a sus comunidades son rechazadas por sus familias por el estigma que representan, sobre todo cuando ese retorno es con niños gestados a partir de las violaciones. Estas prácticas suponen la deshumanización y discriminación de las niñas y mujeres (quienes son sus principales víctimas) dentro de los diversos grupos que las reclutan y explotan de manera reiterada y sistemática.

Sabemos que la violencia sexual tiene ante todo un fundamento patriarcal de poder y sumisión, lo que, en escenario de conflicto bélico, se potencia y agrava por su utilización como mecanismo de tortura, con miras a generar terror, degradar a las mujeres y niñas (entendidas como “posesión” masculina) para humillar a grupos determinados (los hombres “dueños” de esas mujeres) o en función de motivos étnicos (como la llamada “limpieza étnica”), políticos, culturales, etc. Así, las mujeres y niñas en espacio de guerra “están desprotegidas y a merced de sus captores, mismos que la utilizan y explotan sus cuerpos de formas devastadoras y que dejan secuelas permanentes en su vida, aun cuando hayan logrado salir del grupo o del espacio donde fueron violentadas” (HERNÁNDEZ, 2021, p. 120). En muchas ocasiones, esas violaciones reiteradas conllevan contagio de enfermedades de transmisión sexual (sin medicación ni atención sanitaria), embarazos no deseados en condiciones precarias, partos sin asistencia médica con grave riesgo para su salud o el forzamiento a tomar anticonceptivos o a abortar.

Pese a ser una realidad generalmente ignorada e invisibilizada, la violencia sexual como arma de guerra tiene una magnitud e impacto inusitado, afectando gravemente la integridad física, psicológica, moral, vida y -por supuesto- esfera sexual de las mujeres alrededor del mundo. El Protocolo Internacional para la Investigación y Documentación de la Violencia Sexual en los Conflictos habla de un total de 2527 casos en República Centro Africana en 2014, principalmente contra niñas. En Colombia, entre 85 y 2014 se lograron documentar más de 7353 casos de violencia sexual en conflicto armado interno. En países como Iraq la violencia sexual se utiliza para sembrar terror y manejar a la sociedad. La ONU ha referido que, la promesa de acceso sexual a niñas y mujeres como propaganda de EIIL es una estrategia más de reclutamiento y que más de 1500 civiles se han visto obligados a caer en la esclavitud sexual. En Liberia, más del 75% de las mujeres y niñas asociadas con grupos armados (y posteriormente rehabilitadas) ha declarado haber sido víctima de violencia sexual. Tras los conflictos de la ex Yugoslavia y Ruanda, en los que se llevaron a cabo violaciones masivas por motivos étnicos, se estimaron más de 5000 nacimientos producto de embarazos forzados, provocados con el fin de alumbrar a un bebé perteneciente a un grupo étnico diferente. No estamos hablando de una realidad aislada.

Estos hechos rara vez son denunciados (Se habla de un fenómeno “infra denunciado”), debido a los riesgos que ello implicaría para la víctima, así como los traumas que dichos actos generan. El temor a la estigmatización, represalias y repudio de sus círculos es casi universal, lo que se ve agravado por la poca eficacia, la burocracia y lentitud de los sistemas judiciales y brechas de acceso a la justicia para la población más vulnerable. Menos del 1% de las niñas que son abusadas durante los periodos de guerra y violencia son ayudadas por las ONG, agencias gubernamentales o movimientos civiles. (HERNÁNDEZ, 2021, p. 128).

Para la Comunidad Internacional (ONU, Estados, Organizaciones Internacionales Intergubernamentales y regionales, y sociedad civil) es y debe ser una prioridad afrontar y erradicar estas prácticas, sin embargo, la respuesta humanitaria para proteger y atender a las víctimas resulta hasta hoy insuficiente.

Actualmente la violencia sexual constituye una violación de los derechos humanos, tanto en contexto de paz como de conflicto armado, sin embargo, en este último también constituye una violación del Derecho Internacional Humanitario (DIH), aunque este status jurídico es reciente. Así, el primer reconocimiento normativo internacional de la violencia sexual como crimen de guerra se produce con la aprobación del Estatuto del Tribunal Penal Militar para el Lejano Oriente, pese a no tener sentencias condenatorias (FERNÁNDEZ, 2019, p. 248). Por lo que los crímenes sexuales de la Segunda Guerra Mundial quedaron impunes. Luego, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, reconocen que la violencia sexual constituye un ataque generalizado o sistemático, cuyo fin es alterar la composición étnica y que provoca un efecto devastador que se extiende a la sociedad civil. Así, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998) deja de comprenderlo como un delito contra el honor y pasa a tener autonomía propia dentro de los crímenes de genocidio, explícitamente caracterizados como crímenes de lesa humanidad (artículo 7 g) y/o de guerra (artículo 8.2 xxii). Para que se categorice de esta forma, debe ser producido en contexto de ataque generalizado o sistemático contra la población civil y en un contexto de conflicto bélico con carácter internacional. También se incorporó dentro de este catálogo la esclavitud sexual, la prostitución forzada, los embarazos forzados y la esterilización forzada.

En el caso de la prostitución forzada, sin perjuicio de que en la Comisión de la Conferencia de Paz de 1919 la incluyera en sus informes, en la II Guerra mundial se vio ampliamente utilizada (ej. las más de 100.000 “mujeres de consuelo” o “mujeres confort” en Japón), hechos que no fueron enjuiciados en los Tribunales de Nuremberg y Tokio, quedando en la impunidad. Luego, el Convenio de Ginebra contempla el deber de los Estados de amparar a las mujeres contra la prostitución forzada, sin incorporarla dentro de las infracciones graves del art. 147 y el Estatuto de Roma establece que se considera crimen de guerra y de lesa humanidad cuando se da en contexto de conflicto bélico.

Por su parte, la ONU reconoce por primera vez la especial vulnerabilidad de las mujeres en los conflictos bélicos recién en 1993, en la Conferencia Mundial de DDHH de Viena, lo que se vio reforzado por la creación de ONU Mujeres, o la iniciativa de Naciones Unidas para detener la violencia sexual en los conflictos bélicos, de 2007. Además, acciones del Consejo de Seguridad (como es la Agenda “mujeres, paz y seguridad”) también ha emitido una serie de resoluciones que recomiendan proteger a las mujeres en contexto de guerra, destacando que los estados son responsables en la lucha contra la impunidad y que los mecanismos de justicia transicional son un instrumento para fomentar la rendición de cuentas individual respecto de crímenes graves.

No obstante, todo lo dicho, persisten grandes deficiencias en los marcos jurídicos aplicables en la especialidad de crímenes de violencia sexual, los cuales se han limitado a definir tipos penales, sin establecer mecanismos procedimentales para propiciar su oportuna y eficaz sanción y erradicación. Por eso es que el llamado es a, desde la sociedad civil y ONG, tomar un rol protagónico en la visibilización, proyección política y mediática de este crimen, así como en el desarrollo normativo que permita mejorar la respuesta internacional.

La Asociación Por Ti Mujer, que trabaja directamente con mujeres migrantes, en ocasiones víctimas o solicitantes de asilo provenientes de territorios en conflicto bélico, se posiciona con preocupación creciente sobre este tipo delictual y sobre la necesidad de reforzar los sistemas de prevención y detección, los canales de denuncia, los mecanismos de documentación e investigación, perfeccionamiento de los procesos de recuperación y rehabilitación de las víctimas, así como la erradicación y sanción de este tipo de violencia, la cual se dirige particularmente contra mujeres, niñas y niños pertenecientes a las comunidades más vulnerabilizadas por la guerra, en razón de las estructuras sociales patriarcales que sustentan la discriminación y exclusión de las mismas. Ello con miras a lograr un enfoque integrado de la paz, que incluya la seguridad y protección, con perspectiva y agenda de igualdad de género, hacia el estado de derecho y bienestar.

Autora: Javiera González, asesora jurídica de la Asociación Por Ti Mujer.

 

REFERENCIAS
HERNÁNDEZ, Priscilla. “Niñas soldado. Violencia sexual en escenarios de conflicto bélico”. InterNaciones. Año 9, núm. 20, enero-junio 2021.
FERNÁNDEZ Hernández, José Javier. “Acción internacional ante los crímenes de violencia sexual en los conflictos armados”. Cuadernos de Dereito Actual Nª11. Núm. Ordinario (2019).
VILLELLAS, María, VILLELAS, Ana. URRUTIA, Pamela; M. ROYO, Josep. “Violencia sexual en conflictos armados”. Papeles de Relaciones Ecosociales y cambio global, núm. 137, primavera, 2017, pp. 57-70.

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